Helen Gardener, la científica que demostró que no tenía un cerebro femenino

Helen Gardener y su cerebro. /Wikimedia Commons
Cuando Charles Darwin publicó El origen del hombre (1871), sus reiteradas afirmaciones sobre la superioridad masculina asentaron la idea de que el cerebro masculino batía en inteligencia al femenino, una nociva (y absolutamente errónea) concepción que ha estado en la base de la justificación de discriminación contra las mujeres desde entonces.
Sin embargo, un grupo de mujeres feministas que abrazaban la teoría de la evolución, quiso desafiar la misoginia imperante y demostrar que los cerebros de hombres y mujeres no tenían ninguna diferencia que supusiera la inferioridad de uno frente al otro.
La mejor representante de esta corriente fue Helen Gardener (que en principio era un nombre artístico y acabó por sepultar a su nombre de nacimiento, Alice Chenoweth). Nació el 21 de enero de 1853 en Virginia (EE.UU.), durante su infancia y juventud recibió una excelente educación y demostró un gran interés por la ciencia. Trabajó de maestra al finalizar sus estudios, y en 1880, se trasladó junto a su marido al norte del país, a Nueva York, donde asistió a clases de biología en la Universidad de Columbia.
Además de su pasión científica, Gardener luchó profundamente contra el sometimiento de las mujeres, desde el llamado feminismo evolutivo, que pretendía resolver cuestiones sobre las diferencias biológicas entre los sexos. También se definió a sí misma como una agnóstica y batalló contra la doble moral sexual de la iglesia. Al igual que otras defensoras de los derechos femeninos de finales del XIX, consideraba que la ciencia era una parte vital de sus argumentos y una herramienta importante para sus avances en la lucha por la igualdad.
Sexo y cerebro
Por eso, se especializó en el estudio del cerebro humano y en 1888 publicó uno de sus artículos más conocidos, titulado Sexo y cerebro. Sus estudios permitieron concluir que el cerebro femenino no era diferente del masculino, frente a la famosa tesis del médico William Alexander Hammond, que consideraba el cerebro de las mujeres inferior, y llegó a declarar que era así según diecinueve criterios, incluyendo menos peso, menos circunvoluciones y una sustancia gris más fina. Afirmaba además que cuanto más grande fuese el cerebro, mayor era el poder mental de la persona y el de las mujeres era más pequeño, y esto era una razón para alejarlas de los estudios y del voto.
Gardener, que también era sufragista (pudo ver los frutos de su lucha, el voto femenino en Estados Unidos se logró en 1920, cinco años antes de su muerte), atacó las conjeturas de Hammond y señaló que la diferencia entre los logros de hombres y mujeres se correspondían con las oportunidades que habían tenido unos y otras, no con su aptitud.
Como última aportación a la ciencia, en 1897, la científica donó su cerebro a la Cornell Brain Association, para que, pudieran estudiarlo tras su fallecimiento. Llegado el momento, su cerebro fue extraído, conservado en formol y enviado para su estudio. El peso, 1.150 gramos, fue considerado razonable para una persona de su altura, 1,52 metros y 42 kilogramos de peso. En su testamento, Gardener explicó que el fundador de la colección de cerebros de Cornell, Burt Wilder, le pidió que enviara su cerebro como “representante de los cerebros de las mujeres que han usado su intelecto para el bienestar público”.
Esta noticia ha sido publicada originalmente en N+1, ciencia que suma.
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