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No hace tanto tiempo, había científicos que aseguraban que estudiar reducía los ovarios. Esta idea es bastante más que una simple anécdota de lo que un día fue la medicina: sostenían que las actividades intelectuales aumentaban el cerebro, así que en el caso de las mujeres, este crecimiento se tenía que compensar disminuyendo el órgano reproductor. Como parir es el principal cometido en la vida de una señora, estudiar se reservaba para las cabezas diseñadas para ese propósito: las de los hombres.
Afortunadamente, hoy este argumento nos resulta delirante. Pero en su momento, se basó en la ley de la conservación de la energía (la primera ley de la termodinámica, que dice que la cantidad total de energía en cualquier sistema físico aislado permanece invariable con el tiempo, aunque pueda transformarse), dando una lección temprada de cómo pervertir la ciencia en favor de ideas no solo estúpidas, sino nocivas.
Tiempo más tarde, Charles Darwin, a quien le debemos mucho en el campo de la evolución y poco en el de la igualdad de género, dijo: “La mujer es un hombre que, ni física ni mentalmente, ha evolucionado totalmente”. Y como el naturalista (cuyas teorías además de misóginas eran racistas) era una autoridad y estaba, en tanto que hombre y blanco, en la cima de la civilización, fue difícil en la época cuestionar sus palabras.
Lo más grave del asunto es que, actualmente, la ciencia sigue estando enferma de machismo. “El legado de Darwin nos lo encontramos en las palabras de un premio Nobel o de un presidente de la Universidad de Harvard en el siglo XXI, que desalientan la inversión en políticas coeducativas porque las mujeres nunca llegarán a los más alto en matemáticas”, dicen S. García Dauder, profesora de Psicología Social de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid; y la también docente de Investigación en Ciencia, Tecnología y Género del Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CSIC, España), Eulalia Pérez Sedeño, en su libro titulado Las mentiras científicas sobre las mujeres (Catarata, 2017).
También existen formas más sutiles de discriminar a las mujeres, sostienen estas autoras, como el discurso de la complementariedad: la idea de que esa inferioridad en matemáticas (real) no debería suponer un problema, porque las mujeres son, por ejemplo, más empáticas. En su obra, reflexionan acerca del androcentrismo en el que está fundamentada la medicina, y cómo afectan a la mitad de la población. “Paradójicamente, el mostrar a las mujeres como inferiores respecto a los varones, o esencialmente diferentes, oculta la gran riqueza y diversidad de la naturaleza que tanto alabó Darwin, más allá de patrones dualistas”.
Las matemáticas o la fidelidad
Según cuentan, el determinismo biológico, aquella teoría que dice que nacemos de una manera u otra y no podemos cambiar, se fundamenta, en el caso de las diferencias sexuales en dos rasgos universales: la promiscuidad masculina y la fidelidad femenina. Hasta los últimos años del siglo XX, que se descubrió que existía promiscuidad femenina en algunos primates, no empezaron a cambiar en biología los estándares por los cuales se explicaban los comportamientos de género.
Lorraine Turnbull Foster, primera mujer en obtener un doctorado en matemáticas en Caltech, 1964. /Wikimedia Commons
Pero en cuanto a las variaciones cognitivas, “hay dos posturas extremas: la que mantiene que los hombres tienen talento para las matemáticas, pero no así las mujeres, y aquella que dice que hombres y mujeres son biológicamente indistinguibles”, explica el catedrático de Psicología de la Universidad de Harvard (EE.UU.) Steven Pinker y citan las autoras. Normalmente, las pruebas sobre las que hoy se determinan las aptitudes para las ciencias de los jóvenes, que en ocasiones sirven para alimentar la idea de la superioridad matemática masculina, “no miden algo innato e inmutable, sino algo sobre la enseñanza que han tenido los estudiantes”, afirman.
El efecto Matilda
Aludiendo a la sufragista, estudiosa de la Biblia y pionera en la sociología del conocimiento, Matilda Joslyn, se denominó efecto Matilda al olvido que sufren las mujeres por ser eclipsadas por hombres en sus campos de estudio. A finales del siglo XIX, se logra en la mayoría de los países occidentales el acceso femenino a la educación superior, pero la invisibilidad de las mujeres sigue siendo algo sin superar a día de hoy: “Hace relativamente pocos años, si se buscaban mujeres científicas en las historias de la ciencia al uso, eran pocas las que aparecían: Marie Curie, Hipatia de Alejandría y alguna que otra más. Gracias a los estudios de género se han sacado a la luz a muchas mujeres que aportaron sus conocimientos y prácticas”.
Pero no solo se ha ignorado sus aportaciones como científicas, sino que se las ha invisibilizado como sujetos de estudio. Como afirmaba Pinker, la reducción simplista de que los hombres y las mujeres son biológicamente iguales es tan nociva como la de pensar que un género es más o menos inteligente que otro. Y el hombre se ha tomado como la medida del ser humano: "Asumir que riesgos, síntomas, estándares, tratamientos y pronósticos de determinadas enfermedades son los mismos para el caso de las mujeres, hace que las intervenciones sean poco eficaces y con efectos no deseados”.
El hombre como medida de perfección. /Pixabay
Por contra, tenemos el caso concreto de la investigación en anticonceptivos. Si bien los efectos secundarios de las hormonas no pueden ser ignorados,“no se perciben como desmotivadores de su uso en las mujeres: depresión, náusea, fatiga, migrañas, falta de energía sexual, coágulos, etc. Así, para las farmacéuticas y sus intereses de investigación, efectos no tolerables en varones sí lo son en mujeres”. Y hasta ahora, se ha tenido como algo normal medicar a las mujeres mientras que, prácticamente, no hay investigación en anticonceptivos masculinos.
La histeria y otras enfermedades inventadas
Por otro lado, un dispositivo muy eficaz de control y regulación de conductas de género parece haber sido la construcción de enfermedades mentales. Como escriben, desde la histeria hasta la depresión u otros transtornos de personalidad principalmente femeninos, son el fruto de que las normas de género y sexualidad (heterosexualidad, concretamente) hayan sido tomado como estándares médicos. “Tanto la adherencia rígida y excesiva a los cánones de feminidad como su desviación (las mujeres difíciles) han venido acompañadas históricamente de etiquetas psiquiátricas. […] No solo se han medicalizado procesos naturales de las mujeres (como la menstruación, la maternidad o la menopausia), sino que, vía hormonas, se ha seguido manteniendo el legado de la histeria que relacionaba salud mental y sistema reproductivo”.
Es normal medicar a las mujeres mientras que, prácticamente, no hay investigación en anticonceptivos masculinos. /Pixabay
Denuncian también que, como evolución de esta construcción de la enfermedad femenina, se ha llegado a un momento de promoción farmacéutica: “Mediante estrategias de marketing, las compañías farmacéuticas , en alianza y colaboración con profesionales médicos y grupos de consumidores, utilizan los medios de comunicación para campañas de sensibilización y promoción de enfermedades como extendidas, serias y tratables, creando miedos y llamando la atención sobre el último tratamiento”.
En este epígrafe, ponen como ejemplo la disfunción sexual femenina (DSF), una enfermedad construída para crear el nicho de mercado para un nuevo medicamento. Para ello citan al investigador Ray Moynihan, que asegura que tras ta definición de este nuevo desorden, “las dificultades (sexuales) se traducen en disfunciones y estas se convierten en enfermedades”. La nueva patología apareció a finales de los 90 en la revista JAMA, y esto llevó a normalizar la medicación, cuando los cambios en el deseo sexual de las mujeres, afirman, son un proceso normal, e incluso una respuesta saludable a factores como el estrés.
Acabar con los sesgos de género
García Dauder y Pérez Sedeño apuntan que son dos los tipos de sesgos de género que se dan en las diferentes fases del proceso de investigación: exagerar o ignorar las diferencias. Atendiendo al primero, “este sesgo diferencial ha provocado la reducción de la salud de las mujeres a su salud reproductiva, desatendiendo la perspectiva de género en enfermedades comunes a ambos géneros”, mientras que han inventado trastornos específicos de las mujeres. Mientras que, por otra parte, “la neutralidad de género y la asunción de las mujeres como no hombres provoca desigualdades en salud”.
Para terminar, las autoras se preguntan si es posible eliminar esta visión de la ciencia o se hace necesario crear otras formas de hacer ciencia. “La objetividad científica y la búsqueda de una mejor ciencia requieren no solo corregir los sesgos de género que se producen en las investigaciones, sino politicas democráticas y participativas en las prácticas científicas comunitarias”, concluyen.
Beatriz de Vera
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